Comentario
CAPÍTULO XVII
Sale de Cofachiqui el ejército dividido en dos partes
En la sala sexta no había otra cosa sino arcos y flechas, labradas en todo el extremo de perfección y curiosidad que tienen en hacerlas. Por casquillos tenían puntas de madera, de huesos de animales terrestres y marinos, y de pedernal, como dijimos del caballero indio que se mató. Sin estas maneras de casquillos, hallaron los españoles muchas flechas con casquillos de cobre, como las que en nuestra España ponen a las jaras, otras había con arpones hechos del mismo cobre, y con escoplillos y lanzuelas y cuadrillas que parecía se hubiesen hecho en Castilla. En las flechas que hallaron con puntas de pedernal notaron que también se diferenciaban los casquillos unos de otros, que unos había en forma de arpón, otros de escoplillo, otros redondos como punzón, otros con dos filos como punta de daga. Todo lo cual a los españoles que lo miraban con curiosidad causaba admiración que en una cosa tan bronca como el pedernal se labrasen cosas semejantes, aunque, mirando lo que la historia mexicana dice de los montantes y otras armas que los indios de aquella tierra hacían de pedernal, se perderá parte de la maravilla de las nuestras. Los arcos eran hermosamente labrados y esmaltados de diversas colores, que se los dan con cierto betún que los ponen tan lustrosos que se pueden mirar en ellos. Hablando de este templo dice Juan Coles estas palabras: "Y en un apartado había más de cincuenta mil arcos con sus carcajes o aljabas llenas de flechas."
Sin el lustre, que les bastaba, tenían los arcos muchas vueltas de perlas y aljófar puestas a trechos, las cuales vueltas, o anillos, empezaban dende las manijas e iban por su orden hasta las puntas de tal manera que las sortijas primeras eran de perlas gruesas y de siete y ocho vueltas, y las segundas eran de perlas menores y de menos vueltas, y así iban de grado hasta las últimas que estaban cerca de las puntas, que era de aljófar muy menudo. Las flechas también tenían a trechos anillos de aljófar mas no de perlas sino de aljófar solamente.
En la séptima sala había gran cantidad de rodelas hechas de madera y de cueros de vaca, traídos de lejas tierras las unas y las otras. Todas estaban guarnecidas de perlas y aljófar y rapacejos de hilo de colores.
En la octava sala había muchedumbre de paveses, todos hechos de caña tejida una sobre otra con mucha pulicia y tan fuertes que pocas ballestas se hallaban entre los españoles que con una jara lo pasasen de claro, la cual experiencia se hizo en otras partes fuera de Cofachiqui. Los paveses también, como las rodelas, estaban guarnecidos con redecillas de aljófar y perlas y rapacejos de colores.
De todas estas armas ofensivas y defensivas estaban llenas las ocho salas y en cada una de ellas había tanta cantidad de género de armas que en ella había que particularmente admiró el gobernador y sus castellanos la multitud de ellas, demás de la pulicia y artificio con que estaban hechas y puestas por su orden.
El general y sus capitanes, habiendo visto y notado las grandezas, y suntuosidad del templo y su riqueza, y la muchedumbre de las armas, el ornato con que cada cosa estaba puesta y compuesta, preguntaron a los indios qué significaba aquel aparato tan solemne. Respondieron que los señores de aquel reino, principalmente de aquella provincia y de otras que adelante verían, tenían por la mayor de sus grandezas el ornamento y suntuosidad de sus entierros, y así procuraban engrandecerlos con armas y riquezas, todas las que podían haber, como lo habían visto en aquel templo. Y porque éste fue el más rico y soberbio de todos los que nuestros españoles vieron en la Florida, me pareció escribir tan larga y particularmente las cosas que en él había, y también porque el que me daba la relación me lo mandó así por ser una de las cosas, como él decía, de mayor grandeza y admiración de cuantas había visto en el nuevo mundo, con haber andado lo más y mejor de México y del Perú, aunque es verdad que, cuando él pasó aquellos dos reinos, ya estaban saqueados de sus más preciadas riquezas y derribadas por el suelo sus mayores majestades.
Los oficiales de la Hacienda Imperial trataron de sacar el quinto que a la hacienda de Su Majestad pertenecía de las perlas y aljófar y la demás riqueza que en el templo había y llevarlo consigo. El gobernador les dijo que no servía el llevarlo sino de embarazar el ejército con cargas impertinentes, que aun las necesarias de sus armas y municiones no las podía llevar, que lo dejasen todo como estaba, que ahora no repartían la tierra sino que la descubrían, que cuando la repartiesen y estuviesen de asiento, entonces pagaría el quinto el que la hubiese en suerte. Con esto no tocaron a cosa alguna de las que habían visto y se volvieron donde la señora estaba, trayendo bien que contar de la majestad de su entierro.
Todo lo que se ha dicho del pueblo de Cofachiqui lo refiere Alonso de Carmona en su relación, no tan largamente como nuestra historia. Empero particularmente dice de la provincia y del recibimiento que hizo al gobernador pasando el río, y que ella y sus damas todas traían grandes sartas de perlas gruesas echadas al cuello y atadas a las muñecas, y los varones solamente al cuello. Y dice que las perlas pierden mucho de su hermosura y buen lustre por sacarlas con fuego que las para negras. Y en el pueblo Talomeco, donde estaba el entierro y templo rico, dice que hallaron cuatro casas largas llenas de cuerpos muertos de la peste que en él había habido. Hasta aquí es de Alonso de Carmona.
Otros diez días gastó el adelantado, después de haber visto el templo, en informarse de lo que había en las demás provincias que confinaban con aquella de Cofachiqui, y de todas tuvo relación que eran fértiles y abundantes de comida y pobladas de mucha gente. Habida esta relación, mandó apercibir para pasar adelante en su descubrimiento y, acompañado de sus capitanes, se despidió de la india señora de Cofachiqui y de los más principales del pueblo, agradeciéndoles por muchas palabras la cortesía que en su tierra le habían hecho, y así los dejó por amigos y aficionados de los españoles.
Del pueblo salió el ejército dividido en dos partes porque no llevaban comida bastante para ir todos juntos. Por lo cual dio orden el general que Baltasar de Gallegos y Arias Tinoco y Gonzalo Silvestre, con cien caballos y doscientos infantes, fuesen doce leguas de allí, donde la señora les había ofrecido seiscientas hanegas de maíz que tenía en una casa de depósito y que, tomando el maíz que pudiesen llevar, saliesen al encuentro al gobernador, el cual iría por el camino real a la provincia de Chalaque, que era la que por aquel viaje confinaba con la de Cofachiqui. Con esta orden salieron los tres capitanes con los trescientos soldados y el gobernador con el resto del ejército, el cual, en ocho jornadas que anduvo por el camino real, sin habérsele ofrecido cosa digna de memoria, llegó a la provincia de Chalaque.
Los tres capitanes tuvieron sucesos que contar. Y fueron que, llegados al depósito, tomaron doscientas hanegas de zara, que no pudieron llevar más, y volvieron a enderezar su camino al camino real por donde el gobernador iba. Y a los cinco días que habían caminado llegaron al camino principal y, por el rastro que el ejército dejaba hecho, vieron que el general había pasado y que iba adelante, con lo cual se alborotaron los doscientos soldados infantes y quisieron, sin obedecer a sus capitanes, caminar todo lo que pudiesen hasta alcanzar al general, porque decían que llevaban poca comida y que no sabían qué días tardarían en alcanzar al gobernador, por lo cual era bien prevenir con tiempo y darse prisa a llegar donde él estuviese antes que se les acabase el bastimento y pereciesen de hambre. Esto decían los soldados con el miedo de la que pasaron en el despoblado antes de llegar a la provincia de Cofachiqui.